sábado, 23 de febrero de 2008

Capítulo 2


Bip, Bip, Bip, Bip…


Ese sonido… ¡El despertador!


Mario se levantó de la cama de un salto y recogió los pantalones que había dejado tirados en el suelo la noche anterior. Se los puso, abrió el armario y seleccionó una camisa de franela a cuadros, y mientras se la abrochaba, se lavaba los dientes. Tenía un ligero dolor de cabeza y el guante de su mano izquierda se veía muy sucio, por lo que decidió cambiárselo. Al abrir el cajón cual fue su sorpresa cuando no halló más que uno limpio ¿Dónde estarían los guantes? Paseo la vista por la alborotada habitación y los localizó todos amontonados detrás de la puerta. Se puso el guante limpio, recogió de inmediato los sucios y los puso a lavar.

Tras cogerse el cabello en una coleta floja pasó por la cocina a prepararse unos cereales para desayunar, pero cuando iba a verter la leche en el tazón ya cargado de cereales, el reloj de cuco anunció la hora. Tal cual dejó la leche sobre el mármol de la cocina, cogió su maletín, le acopló la mochila, agarró el casco y la chaqueta y salió disparado por la puerta. Ya sentado sobre la moto, mientras se enfundaba los guantes, le vino a la mente como demonios había acabado él, un científico dedicado a la nano-tecnología, ayudando en una clase de sociología. La respuesta era obvia; el profesor de esa clase era un buen colega y amigo que sabía pagar sus cervezas, así que cuando le pidió ayuda no se pudo negar.

El sol estaba más radiante que los últimos días y sus rayos parecían ofrecer algo más que mero calor. Hoy parecía que iba a hacer lo que el resto de gente llamaba buen día. Se puso las gafas de sol y accionó el mando del parking, hizo rugir la moto y salió encaminado hacia el centro de esa gran ciudad llamada Draria. Montones de tráfico por doquier, todas las calles estaban atestadas de coches lo que le hacía seguir un ritmo bastante lento ya que nunca le había gustado ir serpenteando entre los coches. La diferencia era de unos escasos minutos, pero las consecuencias podían ser catastróficas. En eso estaba pensando cuando la mano se le quedó agarrotada con el embrague apretado. Reducción acelerada de marchas hasta llegar al punto muerto y a partir de ahí ir frenando paulatinamente y apartándose del tráfico con sumo cuidado. Antes siquiera de poder mirar donde apartarse, por los retrovisores vislumbró una mancha oscura que se le echaba encima a gran velocidad. Hizo un gesto rápido para apartarse y una moto pasó por su lado resbalando sobre el asfalto con un chirrido ensordecedor. La mano izquierda le palpitaba de sobremanera mientras aparcaba su moto y se acercaba al conductor que se iba incorporando y sentándose en el suelo. Le preguntó si estaba bien y al responderle afirmativamente, se dirigió a retirar la moto caída del medio de la calzada para que no entorpeciese el tráfico. Casi sin darse cuenta levantó la moto en volandas cuando cayó en la cuenta del montón de curiosos que se habían congregado alrededor del accidente y de lo estúpido de su actuación… El otro conductor, que parecía una chica, le pidió disculpas amablemente por su propia conducción temeraria, a lo que Mario respondió con otra disculpa aludiendo también por su propia manera de conducir y porque tenía prisa y debía marcharse. Ahora ya sí tenía prisa, mucha prisa, con lo tocaba apretar el acelerador un poquito más de lo habitual y hacer las odiadas eses entre los coches.

Llegó tarde y sólo tuvo tiempo de dejar el casco y la chaqueta en el despacho del Profesor Pucstar. Los alumnos estaban esperando y al entrar él en el aula se hizo el silencio. Se puso tras la mesa, dejó el maletín y la mochila sobre ésta, dio los buenos días y empezó a escribir su nombre en la pizarra mientras en voz alta se iba presentando. Cuando terminaba de escribir su apellido entró una chica con ojos claros y larga cabellera negra con la mirada un tanto nerviosa. Llegaba tarde, pero ese no era el motivo de esa mirada, era como si algo le hubiese sucedido antes de llegar. No le dio más importancia y la invitó a pasar y sentarse en alguna silla vacía, que por desgracia eran las más numerosas.

La clase transcurría con total normalidad, pero el Profesor no aparecía. Mario empezó a preocuparse y su mente empezó a tejer absurdidades de todos los tipos sobre lo que le podía haber sucedido. Puso un ejercicio para llegar al final de la clase y se sentó sumido en sus pensamientos.

Duna, tras unos minutos de fijarse, notó algo familiar en la persona que estaba impartiendo clase en el puesto del Profesor Pucstar. Le observó entonces con mucho más detenimiento: moreno, pelo largo recogido en una alta coleta sin trazas de gomina o laca, una perilla donde se apreciaban algunas canas, más bajito que la media y de constitución rechoncha. Utilizaba un lenguaje quizá un poco demasiado técnico. Duna anotó el ejercicio para realizarlo y vio como el Sr. Salwinnie se sentaba meditabundo tras el escritorio cuando por casualidad se percató que la mano izquierda la tenía cubierta por un guante; era del mismo tono que su piel con tal exactitud que rondaba lo suprareal, pero ahí estaba la pequeña cremallera que lo ajustaba a su muñeca. Un detalle curioso. Más intrigada que antes se dedicó a examinar los enseres que tenía sobre la mesa. Una mochila de diseño extraño, un maletín con unos anclajes desconocidos, unos guantes de motorista… ¡¡Era él!!

El color verde de los guantes, el símbolo con forma de dragón en la mochila, el mismo símbolo en las gafas de sol… Ahora recordaba haber visto una moto verde y amarilla aparcada donde ella siempre dejaba la suya… Así que éste era el tipo que la había ayudado y había salido disparado en el accidente y ni tan siquiera se había quitado el casco.


Mario notó como los pelos de la nuca se le erizaban y levantó la vista para encontrarse con la mirada escrutadora de la chica que había llegado tarde. Cuando se levantaba para dirigirse a ella, sonó su teléfono móvil y el pitido de final de clase. Era el Profesor Pucstar que le pedía disculpas y le agradecía que hubiese acudido a hacer clase…

lunes, 4 de febrero de 2008

Capítulo 1

La televisión se encendió de golpe, llenando la habitación con la voz monótona del telediario mientras el gran ventanal, que ocupaba gran parte de la pared, volvió a dejar pasar la tenue luz solar de la mañana. Duna gruñó moviéndose lentamente encima de la cama, levantándose finalmente a regañadientes. Iba completamente desnuda y no cubrió su cuerpo cuando oyó que la puerta de la gran habitación se abría.

Regina llevaba una bandeja con dos vasos de café con leche, tostadas con mantequilla y mermelada y un bocadillo de pan tierno envuelto. Duna sonrió al verla y se encaminó hacia el ventanal, observando la gran vista que ofrecía, pues estaban en uno de los edificios más altos de la ciudad. Sin duda, Draria era realmente una ciudad espléndida. Vivían más de ocho millones de personas y su diversidad étnica era un factor siempre constante, a parte, claro, del gran nivel tecnológico de la ciudad.

La habitación hacía la función de dormitorio y sala de estar, recordando a un apartamento tipo loft. Los muebles estaban construidos con madera oscura de muy buena calidad y había elementos decorativos muy modernos y bien distribuidos. Duna siempre decía que aquel lugar parecía una habitación de exposición de una tienda de muebles. Había dos puertas, una que daba a un gran baño muy lujoso, mientras que la otra daba al despacho del director de la gran empresa de telecomunicaciones que ocupaba casi todos los ochenta pisos del edificio.

Duna se vistió con rapidez y ambas muchachas desayunaron mientras escuchaban las noticias. Regina aparentaba unos treinta y dos años, quizá alguno menos. Tenía la piel fina y cuidada, las manos rechonchas y cálidas, y los ojos, a pesar de ser de raza negra, los tenía de un gris muy claro. Era ciega. Duna aparentaba unos veintidós, era de constitución atlética y de carácter agradable y paciente, siempre con una leve sonrisa misteriosa en el rostro.

Las mañanas traían grandes atascos en las calles de la ciudad, a pesar de tener numerosos carriles en las zonas de más tráfico, por eso, muchos se movían con la extensa red de transporte público y los que optaban por lo particular solían escoger la moto. En uno de esos embotellamientos se encontraba Duna tras dejar el edificio de negocios. Lucía una moto de estilo deportivo de color negro con motivos rojos oscuros y se dedicaba a serpentear los coches parados. Cuando no pudo avanzar más, se acomodó en su asiento mientras se colocaba bien el casco. Era negro y no tenía ni un solo rasguño y de éste sobresalía su larga y negra cabellera. También llevaba una chaqueta de cuero negro con detalles rojos a juego con la moto, junto con unos guantes que se moldeaban perfectamente a los finos dedos de la chica.

Suspiró intentando no perder los nervios. El atentado terrorista de esa mañana había hecho que se demorara demasiado en replantear su día. Esa vez había ocurrido en un parque tranquilo de una de las muchas zonas residenciales de la ciudad y se había cobrado la vida de dos hombres de negocios poco importantes. El autor era el grupo rebelde llamado Los Visionarios, los más extremistas de la banda terrorista conocida como Libertad Mutante, la cual pensaba que la raza humana era inferior y debía desaparecer con lentitud, sufrimiento y dolor, ocasionando atentados con la función de introducir el miedo entre los habitantes y aniquilar a las personas “normales” hasta que no sobreviviera ninguna.

Miró el reloj, todavía tenía diez minutos para llegar, pero la calle era un completo caos. No es que le apasionara la carrera que estaba estudiando, pero ya que se había decidido por ésa, le dedicaría suficiente tiempo para obtener el título. Sociología no era una carrera aburrida, pero hacía algún tiempo que ya tenía bien claro como era la sociedad donde vivía y había perdido toda esperanza que algo cambiara con los medios habituales regidos por la ley.

Apretó el acelerador cuando se puso en verde adelantando a los demás. Ganó más velocidad y giró a la derecha, encaminándose por una fuerte subida que indicaba la entrada hacia la zona llamada El Bosque Sabio, la parte más tranquila y verdosa del enorme campus universitario y dejando atrás, por fin, la zona céntrica de la ciudad. Desde el primer día le gustaron aquellos alrededores; explanadas verdes llenas de flores, bancos por doquier, todo tan bien cuidado… También había muchos árboles de gruesos troncos que ofrecían frescas sombras y miles de conversaciones secretas entre pájaros. Todo aquello era como un bosque dentro de la ciudad, una zona de ensueños, puesto que costaba imaginar que estuviera en medio mismo de Draria.

Forzó un poco más la moto, puesto que si no lo hacía, quizás no tendría tiempo de pasarse por su taquilla para dejar el casco, la mochila con todo el vestuario para la clase de esgrima y el florete. Tan absorta estaba con las prisas que no vio al motorista que iba justo por delante a menor velocidad. Frenó como pudo y lo esquivó cayéndose hacia su lado izquierdo. El motorista frenó también y miró hacia Duna, teniendo la sensación de que ni la gravedad ni cualquier otra constante física actuaba en ella ni en la moto, viéndolos moverse con suma lentitud. Pero quizá sólo fue una sensación pues los dos cayeron al suelo arrastrándose unos metros.

Duna apretó su dentadura cuando se obligó a anular sus poderes y hacer que todo pareciera lo más normal. A pesar de que intentó parar el golpe, sintió una punzada en el costado y oyó a la moto chirriar descontenta. Se quedó quieta, oyendo su respiración agitada y las quejas de su corazón desbocado ante el imprevisto. Tuvo ganas de llorar de rabia, la mañana estaba resultando un tanto infernal. Pero apretó los puños sentándose con lentitud, comprobando que estuviera intacta. Sus ojos de un profundo azul claro se clavaron en la sombra que se acercaba. Era el conductor de la otra moto, así que intentó levantarse como pudo para disculparse. Podría haber creado un accidente más grave por su falta de atención, así que se disculparía con él.